Los saludos
Relato publicado originalmente en la antología ‘Allí donde nos encontramos’
(Temas de hoy, 2021)
A lo lejos, había más. Siempre quedaban más por llegar. Se acercaban desde diferentes direcciones, desde un lado, desde el otro, desde abajo, en líneas rectas y oblicuas. Sería injusto decir que no lo inundaban todo con un paso decidido y medio coordinado. Nadie iba bien calzado, todo hay que decirlo. Algunas caminaban en procesión, entrelazadas hasta hacerse confundibles. Desde atrás, solo se veía una masa compacta de huesos y pelos lacios, pero a nadie parecía importarle. De hecho, más bien todo lo contrario. Su griterío, sus destellitos nerviosos, eran proféticos. Hacían eco eco eco. Los más impertinentes se aproximaban sin saludar a nadie, se hacían paso con caras muy tiesas, mismo rostro y misma voz repetida, y aún así sabían que serían bien recibidos. También existían unos que se arrastraban por el suelo: esos habían desarrollado una técnica para sentirse más livianos y no tener que usar las piernas. Eran fundamentalmente gusanos y se describían a sí mismos como cansados. A medida que se desplazaban, esas bestias adquirían un sentido, una nitidez nueva. Decían que llegaban un poco tarde porque tenían cosas que hacer. Si mirabas de cerca, siempre había alguien llorando. En definitiva, eran humanos y todos ellos adorables.
Concretamente eran tres, tres los problemas a anotar. Quiero decir, había muchos más, tantos problemas como personas multiplicado por cuatro. Pero el mesero, Paulino, con disposición casi sacerdotal, tenía que encargarse de elegir solo tres y cantar la orden del día. Intercalaba chistes, entre medio. Y se disculpaba, una y otra vez, por tener que hacer el papelón de «jerarquizar los agobios». No era su estilo, insistía, nunca lo fue, pero no le quedaba otra. Órdenes de arriba. Una directiva estatal, algo así. Nadie se acordaba muy bien cuándo empezó todo eso, pero se limitaban a cumplirlo. En cualquier caso, él lo ejecutaba con un cruce casi milagroso de profesionalidad y pasotismo y su criterio parecía siempre el adecuado. Los cansados atendían a todo aquello con su ánimo habitual, a la espera de resultar los elegidos (siempre resultaban elegidos, eran muchos). Y después del preámbulo, se ofrecía a todo el mundo una tapa gratis de tortillita o ensaladilla rusa. La gente empezaba a beber, a hablar entre ellos. La cosa tardaba poco en ir como la seda.
Resultó, de forma excepcional, que los elegidos eran todos de la misma mesa. Algunos, los del fondo, lo recibieron con cierta suspicacia y se medio alborotaron, pero Paulino se apresuró en recordar que en realidad no significaba absolutamente nada todo ese dispositivo. ¡Por favor, sabéis que solo lo hago para poder rellenar un formulario! ¡No sirve para nada! ¡No soporto vuestras muestras de civismo! Y luego mandaba a todo el mundo a callar y a continuar bebiendo. La gente, ya más calmada, empezaba a estirar las piernas y los brazos y los músculos de la cara, también a soltarse el pelo o arremangarse las camisas y los pantalones, cuando hacía calor. Se ponían cómodos y era interesante asistir a toda esa recolocación de las cosas vivas. Parecía que los humanos alcanzaban algo así como una forma original, más primitiva. Resultaban menos rígidos, más tratables.
En la mesa, en fin, en la mesa más triste, Elen empezó contando su problema, aunque tampoco tuvo que explicarlo demasiado, pues era visible. En corto: se estaba quedando sin una parte de la cara a causa de un empequeñecimiento progresivo de su cabeza hasta el punto que costaba cada vez más verla. Había que guiarse por su cuerpo, llegar hasta los hombros, seguir por el cuello y fijar la vista: eso que parecía cada vez más un garbanzo era, en efecto, una cabeza. Todavía podía expresarse con relativa normalidad, aunque a duras penas, su estado era de un embotamiento exagerado. Se le hacía una pasta en la boca cuando trataba de contar algo, sufría jaquecas en su diminuta cabeza, sentía temblores y extrañeza hacia el espacio y sus dimensiones, como si estuviera todo el rato a punto de olvidarse de caminar.
Ella no paraba de repetir que sentía que se estaba desdibujando del todo. Razón no le faltaba. Que no era ella. Alguien murmuró que hacía tiempo de eso y que todo había empezado con un eccema mal tratado. Estrés, murmuró uno. Bah, puede ser genético, dijo otra. ¿Tiene derecho a paro?, verbalizó alguien, pragmático. A Elen le molestaba, sobre todo, que eso le estuviera pasando con treinta y dos años y, por qué no decirlo, antes de haber probado un amor intenso. A la bruma del tipo existencial, había que agregarle la laboral: le empezaba a dar vergüenza hacer presentaciones y temía, sobre todo, ser despedida. Su trabajo. Sus trabajos con esa cara de garbanzo. Estaba consumida y ya había recibido un aviso por parte de una de sus jefas: No sé lo que te está pasando pero por favor haz algo para que yo no lo vea, algo así le había dicho. ¿Que tú no lo veas? Elen le había contestado que el hecho de que la cara se viera cada vez menos era, de hecho, la fuente del problema, el origen de su disgusto. Qué fatiga. Alguien dijo: Buena respuesta, brindis por Elen. Uno más, con convicción: Deberías apuntarte a un sindicato. Otro: O probar a echarte aloe vera. Todo el mundo bebió un trago largo y miró a Elen con ternura y absoluta falta de juicios. Aún así, Elen empezó a sollozar y de repente se fue al baño.
Paulino hubo de hacer frente de nuevo a los del fondo, catalogados ya como los liantes del turno. Se aproximó a ellos, con un talante experto y justo, y les dijo: qué os pasa, a ver, estáis nerviosos. Por ahí le contaron (bueno: él se fue enterando) de varios asuntos que estaban sobre la mesa: tedio crónico y adicción a los ansiolíticos, muchos y variados errores sentimentales, renuncias y extravíos y algunos momentos de revelación sincera. A Paulino le gustaba mucho quedarse ahí, en la mesa, con ellos, cuando esos momentos sucedían, porque se lo enseñaban todo sobre lo que él llamaba el acto de conversar. Paulino tenía sus cosas y una de ellas, por ejemplo, consistía en apuntar, con precisión de científico social, todas las veces en las que la gente no se entendía y a pesar de todo se entendía. Todas las inferencias: ¿Qué quieres decir con esto? A ver si me explico. No he pillado la referencia. No te sigo. ¿Me sigues? Me he perdido. Esto no es lo que tú crees. ¿Cómo sabes en lo que yo creo? Paulino seguía ahí, anotándolo todo, viendo las palabras pasar, tratando de entender lo que la gente quería decir. Y la mayor parte de las veces no lo conseguía, pero se aproximaba y eso ya era mucho y por supuesto que servía de algo. El hombre estaba completamente embobado cuando Elen salió del baño y le preguntó si le quedaban buñuelos de bacalao o algo por el estilo. Eso creyó entender. Que al salir del baño se moría de hambre, lo repitió dos o tres veces.
Elen había estado un rato largo en el baño e, incluso, había hecho una amiga que le había sostenido en su momento de máxima flojera. Esa mujer, unos veinte años mayor que ella, fisioterapeuta, le peinó una espléndida cola de caballo (Elen ahora estaba bastante más guapa) y también le había animado a vomitar: A veces creemos que queremos llorar pero sobre todo tenemos ganas de vomitar. Las cosas dan ganas de vomitar. Vaya, a mí me pasa. Mis terrores me giran el estómago. Yo te lo recomiendo. Vomitar es una expulsión de lo que el cuerpo no tolera. En las lágrimas hay rendición. En el vómito hay ira, créeme. Necesitas vomitar. Elen le había hecho caso, como siempre hacía, con esa sumisión crónica que provoca el desamparo. Aunque también creyó en todo momento que lo de esa mujer con el vómito era una exageración y una estupidez supina. A su favor, hay que decir que no le hizo ningún comentario sobre su cara, era como si no hubiera notado nada raro y eso, a Elen, pese al olor a vómito y a retrete, le incrementó enormemente sus niveles de autoestima. Salió de ahí mejor que entró: con una cola y apetito, necesitaba volver a llenarse.
Para tal efecto, ahí enfrente, tenía buñuelos de bacalao. Cinco que había pedido y cinco más, cortesía de la casa. Elen intentó agradecer la extrema generosidad de Paulino, pero ni siquiera pudo desarrollar esa nimia tarea con éxito. Se le atascaban las palabras. Su entrega a múltiples, monótonos e inútiles trabajos le había llevado a olvidar qué se hacía con las personas y de qué cosas se hablaba con ellas. Se había convertido en un ser con capacidad de hacer muchas cosas a la vez, quizás, pero incapaz de hacer las más elementales sin parecer una alienígena. Empezó a engullir con avidez como si llevara cincuenta años sin probar un bocado, haciendo ruidos raros.
Por suerte, otra cosa que tenía Paulino es que le gustaba mucho ver a la gente comer con las manos, cosas que él había hecho con sus manos. Se quedaba ahí mirando e impulsaba las cejas, formando dos arcos mágicos e insistentes, como diciendo: ¿Qué? ¿Eh? ¿Qué? Quizás la pobre reacción de Elen no le importó mucho, le bastó con mirarla. Los del fondo, arrastrados por el olor delicioso de esos buñuelos, alzaron la vista para ver de dónde venía, empezaron a mover la cola, a aletear los brazos, como animales hambrientos. Había algo ridículo, por incontenible, en sus movimientos. Paulino lo disfrutaba mucho, en cualquier caso. Y cuando quiso darse cuenta, los del fondo ya estaban sentados en la mesa de Elen. Todo el mundo celebró la anexión, sobre todo Paulino. Elen, un poco menos. Pidieron una ronda de chupitos.
Ahí dentro, todo eso podía ser interpretado como el inicio de una fiesta. Los de un lado y los del otro empezaron a interpretar sus papeles. Paulino adoraba estos momentos, en parte como un maestro de orquesta con rasgos psicopáticos. Había llegado a la conclusión que la esencia última del ser humano era, en el fondo, interpretarse y estar a la altura; que la comedia de uno mismo no quedara desmantelada. Ese objetivo, que tantas veces fracasaba, es lo que nos hacía vulnerables frente al resto. A veces, se encerraba en la cocina para reprimir el entusiasmo que le generaban esas situaciones. Todo el mundo, decía Paulino, exhibía una versión ampliada de sí mismo, pero siempre se resquebrajaban en algún momento. Sabía también que su sola presencia ahí podía romper el hechizo, enturbiar la espontaneidad de las primeras impresiones, cargárselo todo.
Por lo que respecta a Elen, estaba tímida, la verdad, por decirlo de alguna manera. Lo de la cara le preocupaba bastante (que el resto se fijara, que preguntaran, que se dieran cuenta de algo) y aunque la cola de caballo le había estabilizado un poco el humor, ahora se estaba viniendo otra vez un poco abajo. Su vitalidad parecía más exprimida, más endeble, cuando conocía a gente nueva. Y, además, desde que había empezado toda su cosa de la cabeza, Elen se ocupaba demasiado en el acto performativo del habla: demostraba interés de un modo tan intenso, tan fingido, que no lograba una atención verdadera. Desconectaba precisamente porque se esforzaba demasiado en hacer ver que escuchaba. Decía ahas, sísí, claroclaro y asentía con la boca y con los ojos y con las pestañas y con todo su cuerpo, asentía como se hace en una entrevista de trabajo para obtener un contrato. Por eso no funcionaba para hacer amigos.
A los pocos minutos de conversaciones cruzadas, se revelaron bastante información sobre todos ellos. Las condiciones socioeconómicas de casi todos los participantes (incluso de los que hacían un esfuerzo por ocultarlas), minucias relativas a sus vidas cotidianas, detalles muy importantes sobre el estado civil de cada uno de ellos y unos quiebres puntuales en la voz dejaban más o menos claro las cosas que les daban lástima o miedo. Paulino tenía perfectamente claro que los primeros minutos eran siempre los más aburridos porque existían algunas preguntas de rigor que era difícil, aunque no imposible, sortear. Además, se acercó un momento solo a recordarles una obviedad: que hablar de trabajo era un poco como seguir trabajando. Todo el mundo asintió, repitiéndolo flojito, como recordándoselo a sí mismo. Pero después de eso, después de ese trámite, las cosas como que se iban aflojando y de forma espontánea surgían complicidades especiales entre unos y otros, casi como avistamientos de luces y estrellas en el espacio, algo hermoso. Y luego indicios de seducciones y exageraciones, ambigüedades y secretos, todo eso. Un lujo.
Tres horas después, Elen tuvo algo así como una racha de suerte. Se había apretado bien la coleta y había mantenido contacto visual con la persona que le había salvado en el baño, eso le había dado un nuevo impulso. O era el alcohol. El caso es que estaba funcionando. Su comunicación empezaba a ser fluida e incluso, raro era en ella, había hecho una broma con notable recepción hasta el punto que gente que no estaba en la conversación se había detenido para que la volviese a explicar. Eso era una buenísima señal. Lo malo es que la segunda vez la había contado mal. Pero no desistía, Elen. A veces, se le olvidaba un poco lo de la cara de garbanzo, y el trabajo, los trabajos, y casi de todo lo demás. El chico que tenía al lado hablaba y hablaba, y los de delante también, y los de al lado, y otras dos mujeres se sostenían por las extremidades celebrando genuinamente una conexión evidente al descubrir que compartían el mismo dietista y la misma patología crónica. Tenemos muchísimo en común. Mucho, mucho. Otros dos se pusieron de acuerdo en odiar a Techtrack, una empresa de lavadoras inteligentes para la que los dos habían trabajado unos seis y diez años atrás. Guardaban gorras y camisetas corporativas y los dos aseguraron -¡muy orgullosos, mano en el pecho!- haberlas utilizado solo para limpiar la mierda de la casa. Brindemos por eso también: ¡Por los trapos de cocina de Techtrack! Entre el tumulto y el griterío de la mesa, apenas nadie se fijó en otro par que, sin hablar nada, se acababan de enamorar.
Era increíble, por frágil, lo reconfortante que resultaba eso. A Elen le parecía que todo el mundo hablaba hacia muchas direcciones, pero que de alguna manera todos se movían en un solo sentido. No sabía cómo articular todo eso, pero más o menos ella misma se entendía. Una especie de comparsa, un caminar colectivo. Un juego, ¿quizás? Paulino, por supuesto, estaba anotándolo todo, ese material era fantástico para su cuaderno. ¡A tu lado parece tan fácil combatir el fascismo!, soltaba uno, agarrado literalmente al torso de otro. Eres mi alma gemela. ¡De qué nos sirve que no nos digan que hay un orden social! ¡Está claro que lo hay! La fisioterapeuta se acercó a la mesa y empezó a repeinar la cola de Elen porque sabía que, aun siendo tan callada, esa chica de treinta y dos años agradecía ese afecto concreto. Los cansados, esparcidos por todo el comedor, empezaban ahora a despuntar con una actitud que se asemejaba a la de un tímido baile, como si por un momento no les pesaran los pies. O no tanto. A las del pelo lacio parecían brotarles discretas ondas, incluso rizos, y se desamasaban un poco, volviendo a ser una y no un trozo de cemento. Se miraban de frente y hasta discutían. Esto que ves aquí son lágrimas. Tócalas. Nunca llegaremos a ser nada y lo mejor es que no importa. Todo eso se decía, entre risas y gritos y cacareos, que no por vivificantes sonaban menos desesperados.
Paulino se afanaba en quitarse de en medio ese estúpido formulario que ahora le hacían rellenar para tener los problemas de la gente «objetivados, cuantificados». Siempre lo rellenaba mal a propósito, un sabotaje silencioso. Garabateaba palabras aleatorias y guardaba el documento en un cajón. Elen. Fascismo. Techtrack. Total, nadie lo revisaba. Luego le tocaría limpiar y despegar cada uno de los cuerpos que para entonces, calculaba, estarían completamente enganchados. A esas horas de la madrugada, por cierto, Paulino ya empezaba con su cante legendario mientras barría el suelo: ¡Mañana será otro día! ¡Mañana ya se estropeará todo!