Hola, soy Marina. Hola, soy Gabriela. Durante el trayecto voy pensando quién voy a ser y qué voy a decirles. Configuro en mi cabeza una serie de respuestas, puras tentativas: «Soy una mujer extraviada. Soy alguien con un interés nuevo. Tengo el corazón destrozado. Solo pasaba por aquí. Estaba comprando un taladro en el Leroy Merlin, y bueno. Aquí estoy. Diré que no sé mucho, pero sí un poco, y que sobre todo quiero saber. Diré que vi algún vídeo. Algo de Youtube, que una cosa me llevó a la otra. Eso haré».
“¿No entras? ¿No quieres saber la verdad?”, es lo primero que me dice un hombre, de unos 40 años. Estamos delante de un cine, un cine medio vacío en un centro comercial todavía a medio abrir, no son ni las once de la mañana y es sábado. “¿O también te has quedado sin entradas?”, sigue él. Me deslizo por la conversación, empujada por sus propias preguntas. Solo tengo que responder que sí, que me quedé sin entradas, y eso hago. Él se anima: “¡Es una lástima! Se agotaron enseguida. Somos muchos”. Le pregunto que por qué está él ahí afuera, como si se estuviera perdiendo precisamente la verdad: “Es que hace mucho calor. ¡Con todo esto de los 27 grados al final nos vamos a asar!”. Pero me dice que el tema está MUY interesante, y entonces como que se activa y da una palmada al aire rebosante de optimismo, se pone manos a la obra: “¡Bueno! Yo entro. Pero hay un link para que no te lo pierdas. Están los mejores terraplanistas del mundo. Si te va este rollo, toma el link”.
De acuerdo: ahí mismo decido que voy a ser una mujer que se ha quedado sin entradas para el congreso III LA TIERRA ES PLANA en el centro comercial La Maquinista. Asistir al congreso costaba 18 euros. No sé qué qué espero encontrar a las puertas del congreso. Será como asomarse desde afuera. Será como verlo desde una sala de espera. Pero decido que me parece bien, incluso mejor. Una vocecilla insistente me invita todo el rato a que abandone: “Vete. ¿Acaso te crees tú mejor que ellos?” Pero yo trato de aplacar la voz con placer y suficiencia: “¡Estoy investigando! ¡Estoy escribiendo! ¡Quizás solo estoy aburrida!”. Y entonces llega otro hombre. 70 y pocos. Su riñonera cuadrada me lo hace persona. Tiene un fondo de pantalla de una foto de él en el Naranjo de Bulnes tomada por su hijo, y su historial de búsqueda (que acabo viendo sin querer mirar) contiene “hoteles costa brava baratos” y “mejores patatas bravas barcelona” y, después, en tercera o cuarta posición, “más pruebas demuestran tierra es plana”. Me fascina ese mezcla apretadísima entre lo más ordinario y lo extraordinario. A pelo, me explica cómo llegó él a todo esto:
—Me empecé a meter en estas cosas, en varias. Y el denominador común es que el mundo es desasosegante, no está nada bien. Hay una serie de hijos de puta que se encargan de amargarnos la vida, ¿saps? 51 millones de dólares tiene la NASA de presupuesto diario. ¡Con eso se podrían hacer tantas cosas! ¡Que la gente no viva en cartones, por ejemplo!
El hombre, asesor financiero y trabajador en la bolsa de Barcelona ya jubilado, me demuestra que la tierra es plana a partir de dos ejemplos mucho más artesanos de lo que yo podía esperar: nunca ha visto a su amiga argentina con la cabeza del revés -¡y se lo llegó a decir!- y él mismo ha comprobado que, cuando asciende picos y montañas, mira a lado y lado, y que todo, todo, está más liso de lo que debería, sospechosamente plano. Me pone otro ejemplo: desde Barcelona se ve la Serra de Tramuntana de Mallorca y no debería verse. “Pero en TV3 esto no te lo dirán”. Para avalar, creo, sus afirmaciones me cuenta que ha ascendido todos los picos del Pirineu.
Él también se ha quedado sin entradas, así que nos tomamos un café y nos contamos un poco la vida, sobre todo me habla de su hijo, un médico, estima que tiene más o menos mi edad. Para él, los médicos curan pero no investigan el origen de nuestros problemas. Así que parece evidente que con su hijo no puede hablar de estos temas y conmigo sí, y eso le reporta una especie de satisfacción. “¡Eres tan joven! ¡Ojalá haber despertado a tu edad!”. “
—Bueno, ¿y tú como llegaste aquí? ¿cómo te hizo clic?, me pregunta.
Vale. Es mi momento. Contesto: “Desde la pandemia, empecé a ver cosas raras”. Es la versión que he considerado más creíble para mi perfil de novata. ¿Plandemia querrás decir?, dice él. “No estás vacunada, ¿no?”. Ahí me doy cuenta del error absurdo que he cometido y que no puedo volver a repetir. Evidentemente toda la gente con la que hablaré durante las próximas seis horas son negacionistas del covid y antivacunas aunque hoy lo que más les importa es que la tierra es plana.
Regresamos frente a los cines y me alivia ver que hay un nuevo corrillo de personas sin entradas que discuten, y mi atención, entonces, se bifurca a muchos lados. Todos hablan muy deprisa y mi nombre (que era algo que me preocupaba) parece que no será necesario ni decirlo.
—Nos quieren quitar el dinero. Se ahorran locales, se ahorran sueldos, todo el trabajo te lo tienes que hacer tú en gestiones, y ellos forrándose. Hay que sacar el dinero. Guárdalo en tu casa. Cómprate ethereum, bitcoins, usa un wallet de estos, pero no confíes en el puto gobierno. ¡Hay que ser libre!
—Tú eres catalana, ¿no? ¿Tú no has visto lo que ha pasado en Vilassar de Mar? Una gimcana sexual. ¿Dónde va a parar? Niñas con pantalones y niños con faldas. ¿De qué van? Si yo nunca he tenido nada en contra de las mujeres, de los homosexuales, o contra los travestis… nunca… Es más, ¡incluso he bailado con ellos! Pero ahora nos quieren anteponer a unos por encima de otros. ¿Es o no es así?
—Nos van a quitar el 20 o el 30% del dinero en los próximos meses. Vamos a acabar como en Inglaterra, ¡cartillas de racionamiento! ¿Has visto eso de los bonos de comida? Ahora los judios pueden comprar una cosa, los marroquíes otra… ¡Dónde vamos a llegar! ¡Así no se puede vivir!
—Yo soy nuevo. He venido a la aventura, en plan, esto hay que destaparlo. Y cuando antes se destape, mejor. Por eso hice este rap.
—¡No tenemos dinero! ¡No tenemos dinero! Crisis, crisis, solo crisis. Nos gobierna el Mal.
—Igualdad… más para algunos que para otros. El tema de la igualdad lo tenemos muy metido en temas como el 8M, decimos ‘ay, qué guay’. Pero lo que está pasando es que las mujeres están empezando a gritar, a ponerse histéricas… y eso es por los altísimos niveles de cortisol.
Admito que lo del cortisol no lo vi venir, y que al llegar al corillo, de hecho, creía que lo que provocaba esa conversación tan airada eran cuestiones propias de las que se debatían en el evento con ponencias tituladas Exponiendo la verdad, Magia e Ilusionismo, Salud olvidada o Fake News, entre otras. Sin embargo, la conversación es un batiburrillo de titulares de prensa deformes y ambiguos, incontrastables, que culpan a un enemigo abstracto. Me descubro a mí misma con la certeza absoluta de que, diga lo que diga, voy a encontrar ahí el cobijo, una explicación, un respaldo. Por ejemplo, una mujer de unos 6o años, llegada de Zaragoza y que planea autoabastecerse con su huerto para un apocalipsis inminente, me cuenta que lo peor no es que te asocien con VOX, sino con la masonería. Y un hombre, agrega: “¡Cuando los masones precisamente son ellos! ¡Todos ellos! Estamos rodeados ¡La corbata es símbolo masón! ¿Tú sabías eso de la corbata? Todo es masonería... mentiras para que te encuentres satisfecho con lo que escuchas”. La mujer piensa un segundo, y dice “claro”. Y yo improviso, con algo de duda: “Ahhhh… ¡por eso en muchos trabajos te obligan a llevar corbatas…”. Los dos me dan la razón, completamente excitados. “¡Es que es verdad! En casi todos! ¡En todos! Tú sales a la calle y ves un montón de corbatas. ¡Los masones nos obligan a llevar corbatas!”.
Hay algo de lo que Julia Ebner, en su ensayo inmersivo La vida secreta de los extremistas, relaciona con la apofenia: término neurológico que habla de idea de encontrar patrones dentro del caos, hacer que las piezas de un puzzle (por muy insólito que parezca) encajen. Ebner pasó un tiempo en foros de conspiracionistas -entre otras comunidades online- analizando precisamente el comportamiento neuronal de estas comunidades, que son heterogéneas y muy antiguas, y cuyos modos de comportarse y razonar son asombrosamente similares en una punta del mundo u otra. Por eso, no hay apenas diferencias lingüísticas o retóricas entre los miles de adeptos de QAnon con los que se rodeó Julia Ebner, y con los que estoy yo en La Maquinista. Hablan en idénticos términos, solo que traducidos: “La madriguera del conejo. El despertar. Matrix. Hacer click. Investigar por tus propios medios. Los enemigos. Ellos. La élite del mal. Cambiar el paradigma”. Yo misma, con todo eso de la corbata, he contribuido a alimentar esa ficción colectiva, creada en directo, y he podido sentir la satisfacción de haber aportado algo aleatorio sin necesitar de consultar nada más, solo a través de mi aplaudida observación. En este artículo de El Diario, de hecho, se explica que las teorías conspiratorias en España vinculadas a la judeo-masonería se remontan a hace décadas y que sencillamente fueron un chivo expiatorio empleado por Franco como una forma de reprimir; y que sigue utilizando hoy (y actualizando) la ultraderecha española. Reconozco que a mí me han hablado de mis mofletes y me han acusado de ser afín al contubernio judeo-masónico en un mismo DM, y es algo que nunca sabes muy bien cómo encajar.
Pero hoy ahí no se habla nada de eso exactamente. Se omite, de hecho, de una forma hasta inquietante, todo tipo de nombres, partidos, políticos. Hay un Ellos omnisciente que es difícil de acotar porque pueden ser muchas cosas (a veces parecen hablar de Pedro Sánchez y otras de Bill Gates, por ejemplo; o hablan de “su cambio climático”, pero tampoco atribuyen el posesivo a nadie concretamente). Asumo que esa imprecisión hace mucho más sencillo la tarea de generar ese saco de noticias y desastres. Muchos de ellos se llaman a sí mismos “antisistema” y repiten aquello de que “todos los partidos son lo mismo con otro color”. Su ambigüedad ensancha los límites de un mal todopoderoso, sintetizado en una idea tal vez más simple: nos engañan y nos hemos dado cuenta. También, hay que decirlo, en varias ocasiones me encontrará a gente que me acabarán por reconocer que son “más bien conservadores”. Y también, a veces, esa vaguedad absoluta, esa posibilidad genial de poder incluirlo todo, ¡de poder decirlo todo!, genera situaciones irremediablemente cómicas.
Un señor jubilado, por ejemplo, explica que “un pajarito” -su hija- le ha contado que en el grupo familiar de whatsapp le estaban poniendo a parir, y que ha decidido no aguantar más la humillación y marcharse de ahí. “Es increíble porque yo pongo cosas y nadie, absolutamente nadie, me dice nada”. El hombre nos explica que su sobrina, universitaria -a quien llama “la adoctrinada al 100%”- es la peor, y que va a ser imposible “sacarla del sistema”. El hombre cuenta la anécdota no sin cierta lástima y llega a decir que nadie de su familia le ha llamado después de que abandonara el grupo, y que eso le ha hecho preguntarse si le importa verdaderamente a alguien. Añade, bajando un poco el volumen, que además ha prestado bastante dinero a muchos miembros de su familia. El resto de gente, como es natural, trata de consolarle.
—No, joder. ¡Claro que les importas! El problema es que es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados…
—Mark Twain -dice otro.
—¿Marketing dices? ¡Sí! Marketing. Los poderes son marketing. Mi sobrina es víctima del marketing.
—No. Digo que es de Mark Twain. La frase.
—Ah, sí. También. Mark Twain y marketing. Todo.
Todo. Cabe efectivamente todo. De hecho, después de eso mismo hablan de que nos roban datos, hipervigilancia, de los peligros de la tecnología (paradójicamente todos me cuentan que se informan a través de internet) y de las redes sociales. El tema del marketing les lleva a hablar de influencers, a quien uno me describe prácticamente como almas demoníacas. Lo de Mark Twain queda ahí. Me insisten, luego, en que debo sacar el dinero del banco o pagar siempre que pueda en efectivo. Digo, con la boca chica y por decir algo, que al menos me he quitado las redes y todos me felicitan. Me hace pensar, por la forma en la que hablan, a un capítulo titulado Estragos y catástrofes, entro del compendio de ensayos El Cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite, que analizaba la forma en la que interactuamos y nos contamos los sucesos deprimentes de la vida cotidiana: “Visitas hablando de entierros, de incendios, de accidentes ferroviarios, de temporales, de sequías, de que Fulano tiene cáncer. Retórica reaccionaria, enraizada en el alma popular, como una tregua a la fatiga de tener que decidir, de tener que sacar la vida adelante”. En el fondo, observo que esa retórica que estoy viendo podría no ser muy distinta de aquella que describe Gaite, casi como una evolución extrema de la conversación doméstica sobre desgracias. Hablan de los eventos de actualidad como sucesos inapelables y trágicos y sus noticias son como pastiches, noticias de otras noticias de otras noticias, apenas reconocibles en algunos casos, y ante las que la mayor parte de las veces solo cabe responder con un gesto de asombro o indignación. La versión carnal de tweets con el copy “qué mal todo, increíble”. Nada separado, cada cosa como una gran cosa, nada observado de cerca, solo una masa pringosa y derretida que te llega hasta los pies. Sé que estoy rodeada de terraplanistas por las chapas y las camisetas que llevan, pero sus conversaciones, y el tono desesperanzado, me resulta completamente familiar, y en algunos casos, incluso, hasta entendibles. ¿Quién podría negarles, por ejemplo, que existen grandes magnates tecnológicos que tienen más poder del que deberían?
Gaite habla del potencial paralizante de esas conversaciones sobre desgracias, que nos quitan las ganas, en definitiva, de hablar o de hacernos preguntas sobre lo importante. Y en ese mismo sentido, y como explican Javier López y Jon Ureña en este artículo de El Salto, algunos estudios psicosociales hablan de cómo el conspiracionismo también “sirve bien para desviar el descontento hacia una trama de pequeños grupos que supuestamente operan en la sombra contra la sociedad”.
Las conversaciones se van interrumpiendo cuando salen a fumar algunos de los ponentes al evento. En esos momentos, como auténticas estrellas, mis interlocutores me piden que les acompañe corriendo y les haga fotos y yo obedezco. Los hermanos Barea, Julia Garcia, Guillermo Wood, Matute Xen. Hay gente llegada de otros rincones del mundo. Luego me enteraré de que las charlas son ponencias express de 20 minutos en las que no se admiten preguntas. Le pregunto a unos chicos si da tiempo a “asimilarlo todo en tan poco tiempo” y me dicen que sí, que claro.
Vuelvo a alguno de ellos y les muestro mi preocupación ante lo que puedo hacer yo como persona que “ha descubierto” todo este fatalismo. Mi planteamiento es que, si somos unos pocos quienes sabemos que la humanidad está en peligro, tiene que haber algo que podamos hacer. Sus respuestas impasibles no me sorprenden, ¡es difícil luchar contra un enemigo tan total! Pero me quedo cautivada con la cantidad de ellos que se quedan de esto como un aprendizaje esencialmente espiritual. Me hablan de hacer “zascas espirituales” al resto de la gente (a quienes llaman oficialistas, globalistas, adoctrinados y hasta esféricos): y un chico de unos 28 años, psicólogo, que ha venido de Francia para el evento, me dice que esto es una forma de conocerte mejor a ti mismo, de vivir mejor. “Para mí la vida es como el GTA, una carrera de obstáculos, esto te permite elevarte, fortalecer el carácter”. Algo así como la creencia de que todo estamos jugando a un mismo juego, pero sabiendo unos misterios ocultos. El símil me parece elocuente. Hay algo de juego. En el documental de Q: En el ojo del huracán (de HBO) se explica casi como una gincana como los conspiracionistas intentan averiguar la identidad de Q y no es tan distinto de un intrincado juego con pistas y trampas y recompensas. Es, esencialmente, algo divertido, claro, vivir así, si no fuera porque ya existen atentados violentos (recientes y desde hace un siglo) en nombres de teorías de la conspiración y porque este “tirar de hilo” -que ellos mismo describen así- entronca fácilmente con posiciones no solo acientíficas, sino también despreciativas y discriminatorias y, finalmente, en discursos de odio.
En las horas que estoy con ellos me permiten asistir, como siempre sucede, como destellitos fugaces, a sus temores no tan ocultos, a las auténticas sombras, al verdadero escalofrío, más importante, sin duda, que el terraplanismo. Por ejemplo: una mujer (hay bastantes menos mujeres que hombres) está empeñada en que sobra gente pero que no somos nosotros los que sobramos, claro, son otros porque nos están substituyendo (algo que tienen que ver directamente con teorías ultraderechistas como la de El Gran Reemplazo). Y otro hombre, 50 y tantos, me dice también sin venir a cuento, porque aquí no hace falta que nada venga a cuento, que el problema son “los hombres de ahora”, a quien describe como tristes y acongojados y que “no se rebotan”. Luego, como si un boomer tipo te diera lecciones en la mesa de Navidad, me acaba explicando que él tiene once hermanos varones y que han crecido todos en peligrosos caños y que se ha bañado en aguas negras llenas de bacterias, no como el coronavirus, y que eso sí era vida y no lo de ahora, y que eso sí eran hombres y no los de ahora. “¿Tienes novio? Si tienes novio sabrás de lo que te hablo”.
El hombre continúa: “Yo siempre le digo a mi niño, que es esférico, que se tiene que espabilar. Debe tener tu edad. ¡En el covid iba con mascarilla! Por favor, si mide casi dos metros. ¡Cómo le va hacer algo un virus!”. Al fondo, escucho a otro hombre hablando de reptilianos, y entonces sí, siento que definitivamente voy a ir al baño y de paso aprovecharé para cargar el móvil.
Al regresar con mis nuevos conocidos, veo que el rapero me está buscando para regalarme su disco y me dice que, después de sacar esta canción, no cree que pueda esperar a salir del armario en su casa. Él es de Valencia y sus padres creen que está en Alicante, ni se imaginan que ha pasado una noche haciendo apnea en una playa a una hora de Barcelona. O eso cuenta. Él, por ejemplo, me recomienda la respiración consciente cuando le pregunto qué podemos ante todo el mal que nosotros conocemos, si no hay forma de hacer algo por -no digo salvar- sino “mejorar” la humanidad. A esas horas ya estoy completamente metida en el papel. Me dice que cree que es cuestión de tiempo que se sume gente, pero me da poco margen de acción. Como me cuenta que vive con sus padres, trato de imaginarlo en su habitación, encerrado, retuiteando memes conspiracionistas y consumiendo solitariamente vídeos de Youtube. Pero niega eso y yo me avergüenzo un poco de mi caricatura: “Cuando me quedo en modo caverna vivo por el puto rap. Esa canción que me has visto cantando, por ejemplo, es mía. Ojalá la pueda cantar en algún momento y me pongan en el canal de los hermanos Barea”. Le gusta pasar tiempo con otros terraplanistas y con no terraplanistas (a quien oculta que él es terraplanista, como muchos hacen). El psicólogo, por ejemplo, también me ha explicado en un McDonald’s la ruptura con su novia quien, al parecer, descubrió que era conspiracionista después de que pasara demasiado tiempo hablando de que el 11S no había existió y del Doble-Tu (una teoría de la conspiración que asegura que el hecho de que los nombres se escriban con iniciales mayúsculas forma parte de un engaño y manipulación de las altas esferas, por lo que debemos buscar a nuestro ‘primer yo’ para ser libres). Su exnovia le dijo que creía que se estaba volviendo loco, y lo dejó. Asistir a este tipo de encuentros, entiendo, es para ellos una forma de socializar y de pertenecer, de sentirse comprendidos. Todos están contentos de encontrar a otros como ellos, de poder ser “ellos mismos”. Creen que en el próximo encuentro llegarán a ser mil.
La gente empieza a salir y el hombre que me contó lo de su niño esférico y los once varones bañados en agua me busca para decirme que del congreso está saliendo la gente, y que hay arquitectos y topógrafos, y gente de muchas profesiones. Me quiere explicar la “prueba de la plomada”, un clásico entre los foros de terraplanistas, y quiere buscar a un tipo que ha trabajado con el agua y sabe mucho de densidad para que yo lo vea más claro. Le sigo. Respecto a la gente, lleva razón. Él es albañil retirado. Y durante el día he hablado con una cuidadora en un centro de menores, un psicólogo, una dependienta, un exasesor financiero, una profesora, un diseñador gráfico, y más. Hay de todo y difícilmente podría dibujar un mapa de una sola clase social. En mitad de la explicación de la plomada, nos interrumpen para invitarme a un río a pasar la tarde con ellos. Les digo que estoy ocupada, que he quedado, me instan a que lo deje todo. Están eufóricos y tienen ganas de pasar el día juntos. Al día siguiente irán a la playa. Me voy, me voy ya. Creo que siento que les estoy abandonando.
—Has sido muy valiente viniendo hasta aquí. ¡Cómo te vas a ir ahora! ¡Hay que seguir atando cabos!
Anna eres la puta ama yo flipo, este texto es increíble
¡Qué gran texto! Hay un video de LADbible sobre una conversación entre un científico y un terraplanista, y, después de muchos desacuerdos, el científico brillantemente concluye: <<Lo queramos o no, lo que debemos tratar de hacer es tener la mente abierta, pero no tan abierta porque nuestro cerebro puede terminar por caerse>> (Whether we want to or not, what you should be trying to do is be very very open minded; but not so open minded that your brains fall out).
Saludos desde México, Anna.