Era una sensación extraña, aburrirse por primera vez frente a un amigo. Más que eso, ver también su aburrimiento. Desde el principio, los dos pusimos de nuestra parte, esas cosas se notan, aportamos un número limitado de anécdotas e interactuamos con el otro cuando convenía. Pero ni así. En un momento dado, yo no pude apartar la mirada de su cara. La extraordinaria cercanía que implicaba estar sentados en una mesa el uno frente al otro hacía prácticamente imposible aquello de mirar hacia a otro lado (ojalá hubiera sido posible). Entonces, empecé a ver cómo se le torcía la nariz. Se le achinaron los ojos en cuestión de segundos y se le desfiguró ligeramente la boca, por un momento pensé que iba a estornudar. Pero no estornudaba, “aquello” continuaba. No era tanto la mueca, sino todo lo que su cuerpo estaba haciendo por evitarla. Era algo reprimido, surgido de alguna cavidad. Incluso, se puso la mano como si quisiera taparse un poco, pero la desafortunada separación entre los dedos (inseparable de la idea de una mano humana) complicó todo mucho. Se le veía el aburrimiento, sin remedio. Estaba bostezando.
Le dije: ¿qué pasa? ¿que te aburro?
Él se puso algo inquieto y hasta violento, me lo negó enseguida: ¡pero qué dices!
Yo le dije lo que acababa de ver pero me prometió que eso le pasaba incluso cuando no estaba aburrido. Bastaba con estar con alguien de confianza, dijo, lo cual sonó a una discreta forma de cumplido.
Me dijo también: es algo relacionado con la supervivencia, o con la ansiedad. No sé. Es como el cuerpo solicitando aire, oxígeno.
Le dije: ¿y para qué mierda quieres más oxígeno? Si solo estábamos hablando.
Él insistió en que no le diera más importancia y dijo en términos casi clínicos algo sobre refrescar el cerebro y regular la temperatura corporal. Los bostezos, explicó muy satisfecho, son como un reinicio. Yo intenté creerlo aunque no sabía qué había que reiniciar si acabábamos de empezar a hablar. Le sobrevino otro inmediatamente después.
Ahora ni siquiera hizo el amago de ocultarlo. Abrió la boca de una forma muy animal hasta el punto que pude observar como le caía una lágrima. La sola idea de que fuera posible llorar, llorar de aburrimiento, y que encima yo le estuviera provocando eso, me pareció en ese momento muy desagradable. Lo peor es que, entonces, me puse a bostezar yo.
¿Ves? ¡Es imposible no parar!, me dijo. Y empezó a reírse muy fuerte.
Y luego dijo también: no le demos más importancia, en serio.
Durante unos minutos, nos estuvimos bostezando a la cara, como si aquello fuera a resolverse así. Fuimos introduciendo la conversación en los espacios en que los bostezos nos lo permitían; a menudo, nos veíamos obligados a interrumpir una respuesta o a dividir una reflexión en dos o tres partes. El bostezo de cada uno empezó a tomar el dominio de la conversación -no en el contenido, sino en la forma-. Nos debíamos, por decirlo de algún modo, a nuestros propios bostezos, que marcaban el ritmo y el tono, incluso modulaban nuestras voces, haciéndolas más graves y guturales. Cualquier comentario perdía solemnidad tras la distorsión somnolienta. Nos dio por pensar que los bostezos y las palabras interrumpidas funcionaban como otro tipo de lenguaje, que eran tal vez la expresión misma de lo que llamamos voz interior. Pedimos la cuenta y dejamos propina.
hòstia acabo de badallar només acabar de llegir
Bostecé tres veces leyendo esto y me encantó!!